viernes, 3 de abril de 2015

Ángel de piedra

     Mis pies me llevaban, sin rumbo fijo, por las calles de Madrid. Los charcos me calaban hasta los tobillos y mis zapatillas chapoteaban a cada paso, humedeciendo cada vez más mis calcetines.

     El terreno se vuelve blando y algo pegajoso. Alcé la vista y me vi rodeada de árboles. Había llegado al Retiro sin darme cuenta. Al intentar dar un paso, pues me había detenido, sentí una succión en el pie. Miré hacia abajo. Genial, estaba parada en un enorme charco de barro fresco. El sol que asomaba su rostro tímidamente entre las nubes no era suficiente para deshacerse del rastro dejado por las lluvias de la noche anterior.

     Caminé como pude, evitando a duras penas las zonas embarradas. Conseguí llegar al camino empedrado y me detuve de nuevo, pensando. Ya que estaba aquí, visitaría a mi amigo Lucifer. Continué mi paseo, esquivando mascotas y niños atolondrados. Rara vez este parque era un remanso de paz.

     Llegué al fin a mi destino, sonriendo para mí. Ahí, en lo alto de una columna, se encontraba Lucifer. La estatua del Ángel Caído siempre me había encandilado. Me senté junto al tronco del árbol más cercano a la escultura. Por suerte la hierba a su alrededor estaba más o menos seca.

     Acomodando la espalda contra la rugosa corteza, saqué el móvil y conecté los auriculares. "Never gonna be alone", de Nickelback, resonó en mis oídos. Tarareé distraída la melodía mientras mis ojos volvían a la estatua. En cada visita le dedico mis pensamientos y su pétrea figura permanece ahí, escuchando. Mi confidente silencioso. Pero aquel día no tenía nada que decir, por lo que me limité a observarle.

     Me vinieron a la cabeza las palabras de John Milton en El Paraíso Perdido:
     "Por su orgullo cae arrojado del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes para no volver jamás. Agita en derredor sus miradas, y blasfemo las fija en el empíreo, reflejándose en ellas el dolor más hondo, la consternación más grande, la soberbia más funesta y el odio más obstinado."
     Recorrí con la mirada los rasgos del ángel. Yo sólo veía la más absoluta soledad. Sus ojos miraban al cielo con añoranza y angustia, como deseando volver al reino entre las nubes. La tristeza llenaba su mirada. Sacudí la cabeza, no quería pensar en eso ahora.

     Me dejé llevar por la letra:

"So is haven't yet, I've gotta let you know...
You're never gonna be alone!
From this moment on, if you ever
Feel like letting go,
I won't let you fall!"

     Suspiré. Mi ángel de piedra tampoco me dejaría caer. Y nunca estaría sola, pues su pensamiento me acompañaba allá donde fuese. Contemplé embelesada la serpiente que se enroscaba alrededor de su cuerpo, como si su intención fuera atarlo a la tierra. Las cambiantes luces entre las nubes daban a sus escamas de piedra un efecto oscilante, como si cobrase vida y se deslizara por la piel marmórea del ángel. Un discreto rayo de sol se filtró entre las nubes, que iluminó la escultura como un haz de luz, haciendo brillar las gotas de lluvia posadas sobre ella. Era una visión hermosa.

     Otro rayo solar se coló y abrió paso entre las ramas de mi árbol, dándome de lleno en la cara y cegando mi vista durante unos instantes. Parpadeé con ojos llorosos, intentando enfocarlos. Alcé la mirada a la estatua, y la noté distinta. La observé con más detenimiento. Su rostro había cambiado, ya no miraba con dolor a los cielos. Percibí algo por el rabillo del ojo deslizarse cerca de mis piernas. Al identificarlo, me quedé helada. Algo más había cambiado en la figura sobre la columna.

     La serpiente ya no estaba.

     Reptaba cerca de mí, en círculos, sin dejar de observarme.

     Con el corazón desbocado, miré al ángel de nuevo. Y éste me devolvió la mirada. Ya no estaba postrado boca arriba, sino sentado al borde de la columna, y su ala izquierda, antes alzada hacia lo alto, ahora enmarcaba junto a su gemela sus hombros de granito.

     De repente fui consciente de que el parque estaba vacío. No había niños ni animales como antes, ni tan siquiera un solo sonido. Incluso la música de mi móvil parecía haberse quedado muda. Al igual que yo. Mi garganta no me respondía. Me ayudé del tronco del árbol para ponerme en pie como pude.

     Lucifer, Luzbel, el Ángel Caído por excelencia, extendió sus pétreas alas y cayó como una pluma a pocos metros de mí. Su cuerpo estaba completamente al descubierto, ni se habían molestado en esculpirle una tela alrededor de su cintura. El calor comenzó a emanar de mi piel cuando lo vi acercarse lentamente. Intenté moverme, pero no parecía ser dueña de mis piernas. Se detuvo justo frente a mí, clavando sus ojos en los míos. Alzó la mano y apartó el flequillo de mi frente. Aquel simple roce provocó sentimientos encontrados. Por un lado quería correr, quería gritar como una loca, pues esto no podía estar pasando, era imposible que una estatua cobrara vida, volara o mirase de aquella manera tan intensa que hacía encogerse los dedos de los pies. Pero una parte desconocida de mí misma deseaba dar un paso hacia él, romper la distancia que nos separaba y acariciar su boca con la yema de los dedos.

     Antes de poder tomar una decisión, él mismo se acercó a mí, hasta que nuestras narices casi se rozaban. Mi respiración se volvió superficial y entrecortada. Sin siquiera planearlo, mi mano se alzó despacio, temerosa, y se posó con suavidad en su pecho de piedra. Un grito ahogado escapó de mi garganta entumecida. Ahí donde mi mano descansaba, la piedra desaparecía... y era sustituida por piel, ¡piel humana! La rugosidad del granito se volvía tersa bajo mis dedos. Sin poder ya controlar mis impulsos, guié mi otra mano a sus sólidos cabellos. Esta vez no sentí aspereza alguna. Nada más rozar su pelo, mis dedos se hundieron en sus espesos rizos, que ondeaban con la brisa.

     Algo frío acarició mi mejilla, pero al momento se volvió cálido. Su mano, ahora humana, posaba con tanta dulzura que sentí mis ojos llenarse de lágrimas. Su pulgar dibujaba círculos en mi pómulo. Antes de volver a ser dueña de mis actos y poder detenerme, me puse de puntillas, dispuesta a probar sus pétreos labios sobre los míos. Apenas noté el tacto de la piedra antes de saborear la carne de su boca. Sabía a lluvia, a bosque.

     Fue un beso ardiente, húmedo e intenso.

     Mi piel se estremeció cuando sus manos recorrieron mis caderas y subían por mi espalda, colándose bajo la camiseta. Rocé su cuello con mis labios y su mandíbula con los dientes. Instintivamente buscó mi boca con la suya y con sus manos sobre mi cuerpo, me atrajo a él.

     Abrí los ojos y busqué los suyos. Me dejaron sin aliento. ¿Cómo unos ojos tan inhumanos podían irradiar tal ternura y calidez? Eran completamente negros, sin iris, todo pupila. Se me erizó el vello de la nuca. Era hermoso. Terrorífica y dolorosamente hermoso. Y era mío.

     Mordisqueé su labio inferior, mientras trazaba un trayecto ascendente desde su torso hasta su nuca para enredar mis dedos en su pelo, acercándole más a mí. Nuestros labios se unieron en un arranque de pasión, su mano en la espalda mientras me apretaba más a su piel iba subiendo por dentro de mi camisera a lo largo de la espalda, a la par que la otra mano se deslizaba hacia abajo por mi cuello en una suave caricia.

     Había perdido por completo el control, ya nada era lógico o ilógico, la parte racional de mi cerebro se encontraba perdida bajo la presión de sus labios y la dureza de su cuerpo.

    Gemí suavemente en su boca y rocé mi lengua con la suya, mi pierna se enredó en su cuerpo hasta llegar a su cintura. Su boca le siguió el juego a mi lengua por un momento para luego bajar dejando un reguero de mordisquitos y besos por todo el cuello, bajando hasta la clavícula mientras sus dedos alcanzaban mi sujetador y la otra mano bajaba, sinuosa, hasta mi vientre. Acaricié con lentitud su torso, arañando con suavidad a su paso, maravillándome del cambio que se sucedía en su piel ahí donde la mía lo tocaba. Con la otra mano aún entre sus rizos, tiré hacia atrás con suavidad para apoderarme de su boca, en una lucha de lenguas sin tregua.

     Ignorando mi provocación, su boca se trasladó a mi cuello, recorriéndolo lentamente hasta llegar a aquella sensible zona, donde el pulso es más evidente. Desabrochó mi sujetador y acarició mi vientre con parsimonia para decidirse a bajar más y soltar el botón de mis pantalones.

     Rodeé su cuello con mis brazos y, tomando impulso, mis piernas hicieron otro tanto en su cintura, apretándole contra mí. Incliné la cabeza y mordisqueé el lóbulo de su oreja, recorriéndola después con la punta de la lengua, mi aliento cosquilleando su piel. Soltó un leve gemido con grave y ronca voz, con sus manos se deshizo de mi camiseta dejando mis pechos al aire.

     Jadeando, me proclamé dueña y señora de su boca, dejándole si aliento, y mis manos recorrieron frenéticas su desnudo torso. Respondiendo a mi arrebato de pasión, me alzó en sus brazos, cargando mi cuerpo con el suyo y pegando nuestros ardientes torsos desnudos. Con cuidado, posó mi cuerpo en el suelo y se tendió sobre mí, cubriéndonos a ambos con sus enormes alas. Alcé una mano y rocé con las puntas de los dedos una de sus alas. Las pétreas plumas adquirieron la tonalidad de una nube de tormenta a medida que la piedra que las cubría desaparecía bajo mi tacto. Hice otro tanto con la segunda ala. Tracé con mis dedos las líneas de sus plumas hasta llegar al nacimiento de las alas. Todo su cuerpo se estremeció, y de su garganta se escapó un suave gruñido, semejante a un ronroneo.

     Su boca comenzó a descender pasando brevemente por mi cuello y bajando hasta llegar a un pezón, erizado por la pasión del momento. Lamiéndolo con parsimonia para después recorrer lentamente la aureola mientras la otra mano acariciaba el otro seno, masajeándolo y pellizcando su correspondiente pezón. Con la mano libre, se deshizo de mis pantalones. Arqueé la espalda ante el impulso de placer que me recorrió cuando su lengua acariciaba la piel sensible de mi pecho. Mis uñas se clavaron en su espalda y la recorrieron, dejando marcas rojizas en su piel. Enredé mis piernas en torno a su cintura, acercándole más a mí, a mi excitación.

     Cansada de ser la sumisa, me moví cual serpiente y conseguí colocarme encima, con aquél glorioso ángel entre mis muslos. Me acerqué poco a poco a él, acariciando sus labios con mi lengua y bajando, con suavidad, por su cuello y su pecho, dejando un reguero de suaves besos hasta su ombligo, mientras mis dedos surcaban sus costados, sus piernas, rozando con las uñas sus muslos. Quedé de rodillas sobre su cuerpo tendido en la húmeda hierba, deleitándome con la visión de su cuerpo gloriosamente desnudo, de sus alas extendidas, vibrando de excitación. Su respiración entrecortada me contagió cuando sus negros e inhumanos ojos se deslizaron desde mi rostro hasta mis bragas, frunciendo el ceño ante esta última pieza de ropa que ocultaba mi sexo. Aquella intensa mirada hizo a mi piel arder. A gatas, subí de nuevo hasta su rostro poco a poco, acariciando con mis pechos calientes su cuerpo, dibujando un recorrido ascendiente con la punta de la lengua en su torso, para finalizar en sus labios, y poseerlos con fervor.

     Sus manos recorrieron mi espalda descendiendo hasta mis caderas inflamadas, colándose bajo mi ropa interior, agarrándome las nalgas. Con un gemido en su oído, se incorporó, sentándome en su regazo. Sentí el duro bulto de su entrepierna bajo mis empapadas bragas. Mientras nuestras lenguas jugaban, sus manos agarraron firmemente mis caderas, moviéndolas, provocando que nuestras excitaciones se frotaran, arrancándonos jadeos ahogados.

     Mis gemidos hicieron eco en su boca cuando mi cuerpo comenzó a moverse al ritmo de sus manos. Me apoyé en las rodillas, quedando por encima del ángel y volviendo a tirar de su pelo hacia atrás para clavar mis ojos en los suyos, mientras una sinuosa sonrisa se dibujó en mi rostro y me mordí el labio inferior, juguetona. Me acerqué a su cuello, apartándole la mandíbula con los dedos, dejando su garganta al descubierto. Y mordí con fuerza.

     Jadeando, sus manos volvieron a bajar hasta colarse debajo de mis bragas, pero esta vez fueron directas a mis labios, acariciándolos suavemente por el exterior cortándome la respiración. Se deshizo al fin de aquel trozo de tela que tanto nos frustraba a los dos. Llevando de nuevo su mano a mi sexo, introdujo dos dedos, empezando a jugar dentro de mí lentamente. Gimiendo, mi espalda se arqueó en respuesta a sus ágiles dedos. Mis manos ascendieron por su torso cubierto por una fina capa de sudor y clavé mis uñas en su hombro para acercarlo a mí y besarlo, jugando con su lengua.

     Introdujo otro dedo dentro de mí y, aprovechando el beso para girar y tenderse sobre mí, empezó a bajar con la lengua desde el cuello pasando por mis erectos pezones, besando y mordisqueando mi vientre y costados provocando un incesante contoneo en mis caderas, hasta llegar a mi clítoris, el cual recibió una apasionante sesión con las más exquisitas atenciones. Con sus manos abrió más mis piernas, su lengua entretenida fue acompañada de sus dedos, que volvió a introducir en mí más fieros y más profundamente que antes. Grité cuando su lengua recorrió todos y cada uno de los pliegues de mi dignidad, volviendo a arquearme. Mis dedos agarraron con fuerza la hierba, en un vano intento de autocontrol. Mis inflamadas caderas se movían al ritmo de sus dedos, provocando que un fiero gemido desgarrara mi garganta. Ante mi reacción, su lengua y dedos comenzaron a moverse con las energía, entrando más profundo.

     Grité entre jadeos cuando el orgasmo recorrió cada fibra de mi ser, tensando mi columna de nuevo y, entre leves espasmos, me derrumbé de nuevo en la hierba, respirando entrecortadamente. Sin dejarme descansar, me levantó sin miramientos del césped, poniéndome de cara al árbol. Sin perder tiempo, su miembro entró en mí y comenzó a dar suaves embestidas que poco a poco subieron de intensidad hasta ser frenéticas y salvajes, aplastando mis pechos contra en tronco, arañando mis sensibles y excitados pezones con su corteza.

     Gimiendo, eché la cabeza atrás, apoyándome en su hombro; mientras, mis caderas se acompasaban a sus embestidas y mis dedos se clavaban en el árbol. En pleno frenesí, sus manos soltaron mi cintura y agarraron mis senos, apretándolos y pellizcando los pezones haciéndome estremecer de placer, cayendo rendida tras un segundo orgasmo. Viéndome vencida, se tendió en el césped, conmigo sobre él, penetrándome de nuevo en un frenesí descontrolado, alcanzando él su propio orgasmo, llenándome. Lo noté palpitar en mi interior, caliente e intenso.

     Posé la cabeza en su pecho, intentando controlar mis desenfrenados latidos y mi acelerada respiración, rozando la inconsciencia, mientras mis dedos vagaban distraídamente por su rostro. Me rodeó con sus brazos y posó sus alas en mi espalda, permitiéndome sentir la suavidad de sus plumas tormentosas en mi piel. Me hizo desear poder volar, volar junto a él en busca del horizonte, desplegar mis alas entre las nubes y sentir el viento en la cara; que mi voz se perdiera en la distancia, dejarlo todo atrás.

     Me hizo rodar de nuevo, mi espalda probó la humedad de la hierba. Su cuerpo quedó sobre el mío, y sonreí, divertida, moviendo las caderas con él aún dentro de mí. Riendo con una voz grave y profunda, sacudió la cabeza ante mi tentativa. Se deslizó a mi pecho y, con una ternura inusitada, besó el hueco existente entre mis pechos. Su aliento me hizo estremecer cuando me besó justo debajo del ombligo. Cerré los ojos, satisfecha y feliz. "Mío", pensé.

     Unas gotas de agua estrellaron en mi rostro, sobresaltándome. Me incorporé tan rápido como pude cuando un balón golpeó el árbol donde estaba apoyada. Bajé la vista a mi cuerpo, asustada, y me descubrí vestida. Miré a mi alrededor. El parque volvía a ser un hervidero de gente. Lucifer estaba sobre su pilar de nuevo. ¿De nuevo? ¿O acaso había sido un sueño? Notaba mi cuerpo extraño, pero desconocía cuál podría ser el verdadero motivo. Respirando hondo para calmarme, recogí mi mochila y me la colgué al hombro. Volví a ponerme los auriculares, que se habían escurrido de mis orejas, no sabía cuándo ni cómo. La reproducción automática, o tal vez el destino, hizo sonar "Right here waiting", de Richard Marx, en mis oídos. Sonriendo, me encaminé a la salida del parque, no sin antes volver la vista atrás para contemplar a mi ángel de piedra sobre su pedestal.

"Wherever you go
whatever you do
I will be right here waiting for you
Whatever it takes
or how my heart breaks
I will be right here waiting for you"

     "Pase lo que pase, yo también te esperaré", le prometí, con una mano en el corazón. Dí media vuelta y me marché, con el recuerdo de sus besos para siempre grabado en mi memoria.

Estatua del Ángel Caído, Parque del Retiro, Madrid.

martes, 31 de marzo de 2015

El Cuervo

   Después de tanto tiempo, me he dado cuenta del tremendo error que he cometido. Este blog está inspirado en cierto poema que, en mi opinión, debería haber publicado antes que nada. De modo que, sin más dilación, os dejo deleitaros con mi poema favorito del gran Edgar Allan Poe:

Edgar Allan Poe


Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”

¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.

Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos.  Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más.”

Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
“Señor —dije— o señora, en verdad vuestro perdón
imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.”
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.

Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
Apenas esto fue, y nada más.

Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio.”
¡Es el viento, y nada más!

De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse en el busto de Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.

Entonces, este pájaro de ébano
cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—,
no serás un cobarde,
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado
pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
posado sobre el dintel de su puerta,
pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
de Palas en el dintel de su puerta
con semejante nombre: “Nunca más.”

Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
las palabras pronunció, como virtiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
mañana él también me dejará,
como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”

Sobrecogido al romper el silencio
tan idóneas palabras,
“sin duda —pensé—, sin duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien desastre impío
persiguió, acosó sin dar tregua
hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
hasta que las endechas de su esperanza
llevaron sólo esa carga melancólica
de ‘Nunca, nunca más’.”

Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir granzando: “Nunca más.”

En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,
frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi pecho.
Esto y más, sentado, adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el aterciopelado forro del cojín
acariciado por la luz de la lámpara;
en el forro de terciopelo violeta
acariciado por la luz de la lámpara
¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!

Entonces me pareció que el aire
se tornaba más denso, perfumado
por invisible incensario mecido por serafines
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable —dije—, tu Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
¡Apura, oh, apura este dulce nepente
y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta!” —exclamé—, ¡cosa diabolica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!
Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta! —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una santa doncella
llamada por los ángeles Leonora,
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
llamada por los ángeles Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
pájaro o espíritu maligno! —le grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!

miércoles, 21 de enero de 2015

En pos de la noche

     La casa se hallaba vacía y en silencio. Fuera, el viento rugía furioso entre las copas de los árboles.

     Una sutil sombra se deslizaba  a través del bosque evitando las franjas de luz de luna que se filtraban entre las hojas. Llegó frente a la puerta de aquel pequeño hogar y la abrió sin el menor ruido. Caminó con sigilo por la estancia. Cerró los ojos y se concentró. Nada.

     Sintiendo cómo la furia crecía en su interior, liberó gran parte de la energía que aquel sentimiento le inspiraba. Un siniestro crujido recorrió la estructura de la casa. La sombra apretó los puños. El estruendo era cada vez mayor. Ya no aguantaba más. Gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

     De pronto, una inmensa llamarada azul estalló a su alrededor, devorando la madera y todo aquello que encontraba a su paso.

     Mientras el humilde edificio se consumía bajo un fuego infernal, una sombra volvía al bosque y lo recorría a una velocidad sobrehumana, siguiendo, sin descanso, el rastro de su presa.